¿Qué querrá este tipo a estas horas? ¿Dinero,
comida…? ¿Un techo sobre el que resguardarse? Bajo las escaleras de tres en
tres y ahí está. Apoyado sobre un descapotable rosa, muy antiguo. Lo conduce
otro amigo, tres chicas rubias atrás. Medio pecho al aire, manos en los
bolsillos. Sonrisa falsa al verme.
¾¿Dónde
está tu fiesta? ¾Dice.
No lo entiendo. No hay tiempo de
entenderlo. Mi pijama se convierte en traje. La puerta de madera en una
escalinata con vidrieras como entrada. El pequeño recibidor de casa en un
tremendo hall de mármol blanco. Al Roll Royce rosa se unen cientos, miles de
coches. Cientos, miles de caras que llenan las calles, directos hacia mí.
Personas venidas desde toda la ciudad.
¾¡Vamos!
¡Déjame entrar!
Me interpongo ante él, parándole
los pies. Me empuja y entra. Ya tiene abierta una botella y las chicas rajan el
mármol con sus tacones de aguja. Toda esa gente que, como zombis, vienen, no
pueden caber aquí. Miro a ambos lados y aparecen jefes de seguridad, con sus
pinganillos en la oreja, ayudándome a echar a la decena de gente que ya está
bailando dentro del palacio en el que se ha convertido mi casa. Es en vano. La
marea de gente, azotada por la música, ya ha llegado. Ellas con tocados en la
cabeza, ellos con camisas de colores y sombreros. Me paro a mirar el horizonte.
El barco del tiempo, con su movimiento pendular, sigue moviéndose. De un lado
hacia otro. De arriba abajo. En él, Ella, con su máscara y voz electrónica: “Al
ritmo del tiempo, el trabajo. La libertad.” Y lo entiendo todo. Es el principio
del fin. Mientras todos y todas entran, yo salgo. Meto la cuarta del Roll Royce. Salgo de la ciudad, escucho el primer rugido. El barco del tiempo, que
llevaba una eternidad con su pendular movimiento, se resquebraja. La voz
electrónica se estampa contra el suelo. El símbolo de una civilización, caído. Freno
en la colina. Me bajo a admirar el paraíso. El Palacio Real explota por los
aires. Toda la élite, corrompida de sexo, alcohol, prohibiciones y esclavitud,
muere. Pasa uno de los trenes a escasos metros de donde me encuentro. Encima de
él, una chica de tirantes negros. De trenzas y pícaros movimientos. Y entiendo.
Lo hemos hecho los dos, al mismo y a la vez en distinto tiempo.
Gregorio S. Díaz "Movimiento pendular"