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24 de marzo de 2013

Nevaba

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Nevaba. Nevaba en la ciudad como hacía tiempo que no lo hacía. Nadie recordaba cuándo fue la última vez que lo hizo con tal virulencia. Los copos caían como si los ángeles estuviesen en el cielo divirtiéndose en una lucha de almohadas bien mullidas. La noche iba muriendo pero aún así la oscuridad se cernía sobre mí y sobre ella. Reímos mirando al cielo, observando, sorprendidos. A lo lejos un pequeño bar, como un espejismo, un buen lugar para resguardarnos. Pero la nieve no dejaba de caer, los ángeles no dejaban de jugar. El sonido a nuestras espaldas del tintineo de la campana al cerrarse la puerta del caliente refugio que abandonábamos  fue mágico, más lo fue cuando su mano, cubierta de un guante blanco, exquisito, agarró la mía que estaba helada. Y allí, entre la nieve, la calzada blanca, nuestras manos, el cielo, que se iba haciendo más claro cada segundo que pasaba, un beso. Un beso helado, pero que me quitó el frío por dentro, esa capa de hielo que mi corazón había creado para olvidar, para olvidar y para no volver a perder. Las gotas de agua que por mi cuerpo se derraman son la señal que la capa de hielo se derrite, que ese beso fue el comienzo de algo, el que me zarandeó en aquella parada de autobús, el que hizo darme cuenta de que siempre lo mejor está por llegar. Y llegó. Ahora es tiempo de arriesgar, de ganar o perder, pero, sobre todo, de vivir de otra manera.

G.S. Díaz "Nevaba"

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