Los anillos hubieran sido dos ramas de laurel entrelazadas. La iglesia, el llano que deja a su paso la vereda, cerca del arroyo que trae su corriente casi nevada. Los gorriones habrían dejado su nido en los almendros para marcar el compás de tus pasos con su aleteo, con la paz de sus picos. El blanco de los lirios te hubiera vestido, el aroma de los claveles rojos perfumado y mis labios hubieran exprimido la savia con la que están hechos tus tallos. En mi boca se hubiera quedado el sabor del oro, mi regalo hubiera sido un colgante de fría plata y a la luz de las candelas encendidas con retamas de olivo dos niños hubieran gritado eso de: ¡vivan los novios! Alzaríanse nuestros cuerpos sobre los hombros de quienes, errantes, buscarían su nuevo lugar en este mundo. Sonarían guitarras, palmas, quejíos, una rumba marinera, un tanguillo de Jerez, una bulería de solera y el agüita bendecía por quien nos vio ser. Moriría el día, la noche. Hubiéramos amanecío en una cama de hierba del campo, mojados por el rocío de la mañana, unidos por el juramento de la madrugada, con la promesa de llegar de la mano al final del camino.
Gregorio S. Díaz "El juramento de la madrugada"

