Te lo llevaste todo, haciendo gala de tu fama. Con tu candela de frío, con
tu calor helado. Con ese método tan tuyo, maquiavélico y calculado. Te llevaste
hasta mi sombrero, que debe estar de capa caída en tu estantería. La alegría de
una habitación que nunca fue sombría, aunque es verdad, ya no es mía. Las ganas
de este loco de querer sin paragón y con total rebeldía. Acabaste con el asco
de la confianza, diste por hecho el suicidio de mi autoestima y saltó en
pedazos toda seguridad. ¿Qué dejaste?
Todas las dudas sobre todas las preguntas y más, que nunca me había hecho y que
ahora se repiten. Tus bombas destrozaron cualquiera de las múltiples vías: los
trenes ya no salen de los andenes, tampoco vienen, ni vuelven. Alrededor de mi
sombra enterraste todo un campo de minas, que siempre me acompaña y que de vez
en cuando deja sin pierna y sin alma a alguna que se atreve a plantarle cara.
No dejaste nada. ¡Ay, ladrona de guante negro, si supieras! Si supieras que a
los 100 días ya no te quería. Que solo dolías. Si supieras, estoy seguro,
volverías a por lo único que me queda: mi vida. Si supieras que ya no te echo
de menos cada treinta y dos de febrero ni cada primavera que se celebra. Que ya
no duelen tus zarpazos embusteros, aunque aún sienta esa frustración en el
cuerpo. Que te lo llevaste todo, sí. Que no resucitaré ni volveré a reír,
también. No fue culpa tuya, sino mía, por venerarte y creer que tú eras el
Edén.
Gregorio S. Díaz "Ladrona de guante negro"