Magia blanca,
o magia negra. Buena o mala, son magia por igual. Esa que se le atribuye a una
joven bella, poco durmiente, de praderas verdes ojos y de crines dorados, con
el vestido de esparto ceñido. No le faltará mentalidad, porque aunque ella es
del siglo dieciséis, su cabeza va ya por el veintitrés. Aprovecha la luna llena
para ahogar las penas en besos que da fuera de todo matrimonio, desafiando a
las leyes establecidas y una sociedad que pretende llevársela por delante. Como
si fuera tan fácil. Vaga por ciudades llenas de barro, miseria, peste y hambre.
Se ve azotada por el aire cálido que desprenden sus caderas cuando la llaman
bruja por morir de placer y no ser sumisa. Por beber y no tender camisas. Por
hacer lo que muchos llaman conjuros y ella ciencia, que sus vecinos rectos
católicos no entienden y por lo que se impacientan: que las autoridades y que
el mismísimo Jesucristo venga a por ella y la juzgue. Que la quemen, que se
atrevan. Y es por eso que la llaman bruja, porque se dejaría quemar.
Gregorio S. Díaz "Bruja"