Estaba empapado. La humedad había dejado paso a la lluvia. No le importaba
mojarse, eso qué más daba. Se hincó de rodillas en el suelo, al borde de la
roca que una vez vio derramar sangre de sacrificios. Allí encaró a los dioses
del cielo que, tiempos atrás, se había visto saciados. “Dejad salir a las
sombras oscuras que pueblan este negro corazón. Dejad que la luz llegue a su
interior.” Lo único que pasó fue que las nubes se alejaron y volvieron a
aparecer los rayos del sol. Ni sombras ni luces de las que habló. “Volved y
escuchadme, y si no lo hacéis, ajusticiadme, que no aguanto más este calvario
sin sangre.” Como si existiera sujeto alguno al que dirigirse. Así al menos,
sacaba su ira a relucir. Gritaba y gritaba para coger unas fuerzas necesarias
para vivir.
Gregorio S. Díaz "A los dioses del cielo."