Un veintinueve de febrero. Tuvo que caer el dieciséis bisiesto y en mi
cabeza algo más que nieve y mucho menos que barro. Tuvo que alinearse el planeta
con los meteoritos que a la Luna completan. Tuve que perder la juventud,
primero por la cabeza, rindiéndome a lo inevitable. Tuve que aguantar que otros
me hablaran de mi supuesta grandeza. Como si hubiera descubierto El Dorado o
escrito algo que no diera tristeza. Como si no fuera uno más que, seguramente,
quedará bajo tierra. Tuvo que venir el invierno en la primavera. Tuvo que irse
el Sol crujiente en enero y a duras penas. Tuve que darme cuenta de que se fue
lo que fui, como canción efímera. Tuve que caer rodando para hacerme a la idea
de la cima de la que me colgué sin escalera. Tuvo que ser un veintinueve de
febrero. Unos días antes, mejor dicho, pero es que así queda más bohemio. Ir a
nuevos sitios y poner el oído. Mirar al balón que viene desde arriba y tener
más seguridad y atino. Parar lo imparable y llorar los goles marcados. Maldecir
al destino, de nuevo, por los caminos cruzados. También por los rectos y
enderezados. Por las pocas oportunidades de guardar regazos. Violar la tregua
de guerra y salir herido. Tuvo que ser un veintinueve de febrero cuando por fin
lo entendí: la guerra hace tiempo que terminó entre tú y yo. Tú desarrollada y
yo apenas reconstruido.
Gregorio S. Díaz "Veintinueve de febrero"