Perdona, yo te conozco. No, no me
he confundido, ¿a que no? ¿No eres Sherezade? ¿La cuentacuentos más famosa del
mundo entero? ¡No pongas esa cara! Era solo una broma. Aunque bueno, tengo que
confesarte que tú a mí me has cautivado con muchas de tus historias. Con sus melodías.
Pero, oye, ¿qué haces aquí? Quítate esas gafas de sol, en Granada nadie te va a
reconocer. Sí, lo sé, yo sí. No me digas cómo ni por qué. Eres preciosa. Quiero
decir, es preciosa, ¿no crees? Podrías ser su digna sucesora, sin problemas, la
de Boabdil: si pudiera, te daría la Alhambra, para ti toda entera. Para que la
Luna os envolviera y os hiciera eternas. Puedo enseñarte cada recoveco de este
laberinto de rosas, verde jazmín y rojo fuego, y entre palacios de sultanes y
leyendas de llaves, robarte algún que otro beso. Olvídate de ese anillo, aquí y
ahora. No te hace falta. Tampoco pienses en la distancia del tiempo. Antes o
después, somos contemporáneos, a pesar de que no dudo que tú y yo en tiempos
andalusíes tuvimos un romance casi etéreo. Por el Albaicín una escapada loca.
Lejos de los rumores de guerra y del fin de una era. Sangre morisca corre por
nuestras venas. Granada te tira y por eso vienes a recorrerla. A recordarla.
Por eso te he encontrado aquí, postrada a las espaldas de la Alhambra. Entre el
sonido de un guitarra y unas palmas. Lo sé, morita, porque yo también he leído
la carta que escribí antes de morir, a tus pies y a los de la roja muralla
nazarita.
Gregorio S. Díaz "A las espaldas de la Alhambra"