En Milán siempre es de noche.
Incluso antes de llegar, todo era densa niebla, luz amarilla y oscuridad. En
Milán siempre es de noche, y no solo desde las cinco de la tarde. Los Alpes,
cierto es, la quieren iluminar con el manto de nieve, observándola en la
lejanía. Pero allí, en la ciudad, donde los coches se aglutinan, donde los
turistas preguntan y donde los milaneses solo caminan, ahí, ahí siempre es de
noche. Milán, a decir verdad, es como una eterna postal. Tiene mil caras, todas
tan parecidas, que puedes perderte en ellas, sin haberte movido del mismo
lugar. No te miento, posee ojos en todas sus ventanas. Ojos que han visto pasar
tanta gente distinta, tantas generaciones…que llevan el alma de su Historia
impresa en las volutas de todos sus balcones. Milán huele a lo que quieras que
huela. Lo mismo huele a pizza que a especias. A incienso, a sudor y a palacio
cerrado. Huele a Stéfano, a chino y a tranvía quemado. No me olió nunca a ti,
ni a nada que se te parezca. Pero, sobre todo, sobre todo, Milán huele a tierra
mojada. A una lluvia lenta, que no cesa, que hasta los huesos empapa. De nada
te sirven los paraguas. Sin embargo, Milán no me sabe a Roma. Tiene más de Praga
que de Sicilia. Y eso que no he tenido el privilegio de visitarlas. No sé cómo
explicártelo, pero Milán es más centroeuropea que mediterránea. Es más trágica
y mucho más fría. Milán es tan fría que ella misma tirita. Para darse calor en
los largos inviernos, creo, se ha construido a sí misma. Tiene un arco de la paz, como así
lo llaman, y, ¿te lo puedes creer? Conmemora una guerra. Es de cuando Italia no
era Italia, sino solo pedacitos de lo que hoy es ella. Un castillo, en el que se gastaron más monedas
de oro de lo que podamos imaginarnos. Es tan inmenso y tiene tanta magia, que no
merece el apellido de un linaje de la nobleza. Ellos no levantaron sus muros.
Ahí dentro no me sentí rey, ni señor de vasallos, tampoco príncipe ni
caballero. Me sentí campesino. Sucio, andrajoso, de todo despojado. Sonriendo,
pues te tenía como campesina, de esas que son desheredadas. Aquellos laberintos
de piedra, por desgracia, hoy ya solo lo recorren sombras. Zombis con flash, que
solo piensan en la épica medieval. Un castillo que parece artificial, lo ha
engullido toda la ciudad de Milán. Luego está la catedral y sus tejados. Toda
ella, con sus picos, esculturas y con todo su misterio, tiene a la Luna siempre
de su lado. Ahí es muy fácil sentirse un gato. Famélico, tuerto, hambriento,
sacado de siglos donde las brujas ardían como si fueran cristos en maderos…
Milán es más bonita en Navidad,
la noche de fin de año. Es más fría, también es verdad. Ni el café calienta, ni
el abrigo resguarda del viento que aprieta. Milán, esa noche, tiene algo de
sórdida. El halo extraño de estar cerca de casa y, a la vez, a miles de kilómetros.
Milán llena copas que no te puedes beber, y que son caras al pagar. Tiene luces
que no puedes ver en su totalidad y tiene un tiempo un tiempo que es imposible
de detener. Tiene vida propia y te llega a tomar, que te pierde, con el peligro
de nunca más volver. Milán no es solo una canción que
habla de ti, ni un día que llega y te cambia la perspectiva. Pero Milán sí que
es la dirección a la vida. Milán, a fin de cuentas, es una mujer que te vuelve
loco. De verdes ojos, cabellos rubios y botas altas. Con falda de Minie, rímel
y labios muy rojos. Dispuesta a todo por ella misma, y que le den al que no lo
quiera así. Milán es esa mujer que no baila moviendo las piernas, sino que lo
hace moviendo la lengua, con ese acento que no solo al corazón, sino a las más
burdas pasiones, despierta. Milán lo es todo en este dieciocho, todo menos tú.
Milán es más mía que nuestra. Milán no es solo la Piedad y el arte. Milán es
todo lo que un día quise y no supe mostrarte…
Gregorio S. Díaz "Milán"