
A veces la carne no es suficiente.
Fuera de esos casi tres metros cuadrados donde hemos jugado al tetris con nuestros
cuerpos, todo ha sido enorme abismo. Incertidumbre e inseguridad. La grieta que
ahora se ha vuelto intransitable, no la hemos agrandado nosotros. Estaba ahí,
desde el principio. La tierra se rajó a nuestros pies allá por el primer día en
que nuestras miradas se cruzaron. Yo ahogado en el pasado, con el punto de mira
en otros labios. Tú pensando que por llevar aquella camisa era un hombre de
fiar y honrado. Prejuicios. La grieta que, definitivamente, nos ha separado
siguió su inevitable quebrar, su inevitable curso, aquel día de las
inseguridades y todos esos miedos. De todos los monstruos que vinieron a verme
y salieron, a comerme, de aquella pantalla escueta de cine. Y, aun así, después
de todo aquello, nos acercamos. Con arneses, pértigas y mosquetones. Tuvimos la
oportunidad de tirar al precipicio todos nuestros intentos, y tú decidiste saltar
a mi vacío y yo soltar su mano, para ir contigo. Con tiritas tratamos de volver
a juntar la falla de nuestras montañas, más grande que la de San Francisco. A
golpe de besos, embestidas y jadeos, conseguimos no estar tan lejos y tener suelo
firme bajo los zapatos de acero. Con las piernas temblando, pero de acero. Sin embargo,
en ese momento, vinieron los terremotos. Uno tras otro, con exactitud periódica
de tiempo. El que dejaba ecos de tres tipos diferentes. El que arrojaba, a su
paso, camisa y castellanos, junto con una carpa de feria. El del yo más. El del
tú más. Aquel provocado por letras antiguas y distorsionadas de bocas a las que
nunca he debido nada. El del tiempo, el del destino y el de las dudas. El de
dos mundos diferentes, que por mucho que queramos, son imposibles que se unan.
El del tira y afloja de una cuerda invisible. Que yo no he roto, que se ha deshilachado
hasta partirse.