El humo que desprendías y que
nunca llegaste a echármelo en la cara, porque decía que qué mal gusto y qué mal
sabor. Lo bien que sabía ese cigarro que fumábamos semanalmente los dos. Vi cómo
chupabas cada calada, en modo oscuridad, con lunas llenas, frío y cuero blanco
de fondo. El aire, todo cargado de uva y melón. Un beso y un ron. Una noche de
auténtico amor. La primera en la que viste de verdad a dios. Cuando te convertiste
en Sacerdotisa de una nueva religión. De la que clases de catecismo te impartía
yo. Sin libros ni versículos, ni profetas de malagüero pensando en el castigo
divino. Solo con lascivia y algo de sudor. No había pudor en el éxtasis de
Santa Tersa ni en las vírgenes que se guardan al lado de un bodegón. No podía
durar más aquel infierno de placer continuado y dolor. Nunca iba a igualar lo
que otros te podían dar y yo no. Riquezas, oro y todo lo que pidieses al
asegundo después de pedirlo. No estaba en posición de prometerte nada. Solo
palabras y algo de amor. Ese que antes iba, venía y también provocaba sufrimiento
y dolor. Solo queda esa noche en la que dos vueltas tuve que dar para consumar lo
que fue, en su día ya, el primer adiós.
Gregorio S. Díaz "Sacerdotisa"
La mejor doctrina de fe que se puede enseñar es el amor y el placer. Me gusta la creación de una imaginación ambigua, el otro lado de las palabras. ¡Insuperable!
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