Pierdes el control. Es sencillo.
De una manera alocada y lenta. Pierdes tu autocontrol. Imaginas y divagas.
Escribes y le ruegas a esas hadas, que no sabes si existen o son pura fantasía.
Subes por cumbres extremadamente borrascosas y te deja sin respiración el beso
de una diosa. De tu diosa. Que vive encima de ti y que te permite alcanzarla y
ayudarte a seguir. A despedir. A cortar por lo sano y dejar de juzgar tu
juicio, que desde que vio, has perdido. Te olvidas de todos. De todo y de ti. De
mí y de quien quiera venir. Volver. O construir. Das y no recibes, pero crees
que todo está bien. ¿Qué te dio, joven inocente? ¿Un polvo rápido y excusas al
irse? ¿Una mano que agarraba la tuya mientras sus ojos cruzaban aceras? ¿O mil
malditos ratos de espera? ¿Qué te quitó, tonto viajero? ¿La razón que te
quedaba y el poco dinero? ¿El tiempo, tus letras o el corazón entero? Que las
diosas no existen, y tú en ella creíste. Que no van por el cielo, ni mucho
menos. Puede que suban, sí, pero terminan estampándose contra el suelo. No
admiten deseos, pero sí que tú cumplas los suyos. Sigue desvelando la venda, descubrirás
mundo más allá de una momia, que es enterrada viva con esperanzas de seguir
viviendo la vida. Que aunque nadie te espere, dejarás de creer ciegamente en
diosas de mentira.
Gregorio S. Díaz "Diosas de mentira"