Las apariencias también enamoran.
De hecho, uno se enamora de las apariencias. De esas cosas que se dicen, con
buenos argumentos y como buenos reflexiones, cuando en la tercera o cuarta cita
compartes una cerveza y unas aceitunas. De lo que haces cuando la noche parece
que no va acabar y el calor de dos manos que se tocan tampoco. Uno se enamora
de lo que trasladamos al exterior. De lo que somos en la calle. En el trabajo.
En clase. En el autobús. Aunque bueno, hay veces que nos enamoramos más de su
cama que de su cara. En cambio, cuando nos adentramos en la intimidad, todo cae
por su propio peso. Todo desenamora. Se desmorona. Desenamora que esas cosas
que decías en las viejas citas ya ni las pienses, o que lo tomes más que a
broma. Desenamora caminar juntos pero separados. Desenamora lo que proyectamos
en el interior hacia esos pocos que han elegido ver ese interior. Nos
desenamoramos cuando nos conocemos. Uno se desenamora al saber cómo eres. Al
abrir los ojos y ver los diferentes rostros de una misma persona. Dos. Como ese
demonio de las dos cabezas. Nos desenamoramos con cada uno de los desaires en
casa y por cada sonrisa falsa. Uno solo se enamora de las apariencias.
Gregorio S. Díaz "Las apariencias enamoran"