Posaste tu risa sobre unas mejillas coloradas, un fin de semana de
noviembre. Yo qué iba a saber de qué iba el negro del cuero que te recubría por
completo. Qué iba a saber yo, de esos rojos labios y esa tez tan pálida. Cortaste
mis alas, y tú tuviste el cielo abierto. Qué intercambio de golpes. Hasta que
todo se rompió, a voces. Que recorrimos calles y calles de la mano. En la otra
un vaso con bebida, que parecía nunca acabarse y que me hacía verte un poco más
amarilla. La marca por los suelos y las paredes, de grises nombres que, aunque
parezca mentira, tras todos estos años, no se han borrado. Más bien se han ido
difuminando. Para dar la señal de que una vez estuvieron ahí. Que te recuerdo
empapada y tiritando, con una manta en mi cama, jugando como inocentes
adolescentes a las justas y adorables caricias. Perdí mi tiempo en ese lecho,
cuando pude estar todo el día con liquido por mi estómago corriendo, aunque si
lo pienso ahora, es un buen recuerdo, aunque ya no lo recuerde del todo. Que te
hice caso y pronto fui a acostar, y para qué, si ahora no estás aquí para que
te vuelva a hacer caso, ni unas manos que acaricien mi falta de necesidad. Es
mejor ser rebelde, parece. La única alternativa. Que aquel fin de semana solo
fue una vez en la vida y yo no lo exprimí. No tuve en mente el carpe diem. No
te tuve más a ti.
Gregorio S. Díaz "Un fin de semana de noviembre"