El problema es que vivimos como si siempre fuésemos a vivir. Como si no
existiera la más remota posibilidad de que mañana podemos morir. Que la
juventud nos permite, a la señora de la guadaña y el carmín, eludir. Ésta es
más lista que nosotros y nos espera en cada esquina de cada día para hacernos
dormir. Y como no la vemos, pues qué vamos a decir. Pero existe, ella está ahí
y en cualquier instante puede llegarnos el fin. Si yo tengo la suerte de
poderla desvestir y embestir contra la pared, no renegaré de la vida que me
tocó vivir. Que si lo hago siempre, en vida, no significa que lo haga cuando
toque mis pecados redimir. Y si mañana me voy y no me puedo despedir, debo
decir que fue un placer verte sonreír. Darte las gracias por enamorarme y por
dejarte seducir. Por idear juntos un mundo feliz, imaginando todo aquello que
quisimos construir. Lo que sí que no quiero es tenerte que intuir, porque noto
que ella me lleva y tu recuerdo se me escapa, que se hace inerte nuestro latir.
Ya no tengo soldados con los que combatir. La chica de vestido negro y labios
rojos me va a maldecir. Mientras me haga el amor tendrá tu nombre que oír. En un
susurro. Porque en la expiración no podré dejar a mi voz salir. Mientras tanto,
consciente de que la tengo que sentir, voy a seguir. Quién sabe, si mañana ella
no se presenta, tendré otro día para mentir y persuadir, para malgastar y malvivir,
para continuar flagelándome sin tu monumento erigir. Porque de sobra sabes que
yo siempre llego tarde, que prefiero callar y oír, creerme todos los rumores
que circulan que no me dejan digerir. No importan los versos que escribo aquí.
No quiero ni hablar de competir. Solo quería despedirme, para que llores en la
esquela de mi tumba y no aquí, con un beso frío y delante de mí.
Gregorio S. Díaz "La señora de la guadaña y el carmín."