Queridísima muñeca que puso un día patas arriba mi vida. Esa a la que un
día le cambié los pañales, tierna y tan pequeña como mi mano, y que hoy se
convierte en adulta y, con ello, en más independiente que nunca. He de
confesarte tantos miedos…tantas locuras, tantos errores que tu padre quiere que
no cometas porque ya se los conoce… Cáete, sangra y desconcha la herida cuando te pique. No te
vayas hacia extremos que no te van a proporcionar nada bueno. Tampoco quiero
ponerte aquí un tocho legislativo que tu corazón adolescente no entenderá. Hay
algo que sí te quiero decir, para que olvides cuentos e historias y sepas lo
que de verdad importa. Ella y yo te concebimos y te dimos el amor que solo unos
padres saben dar. Procuramos saciar tus apetitos, tus necesidades y tus
caprichos. Nos compenetramos y nos peleamos para dibujar en tu horizonte un
camino de rosas, tratando de apartar todas las espinas. Tratamos de ser uno,
cuando éramos tres. Y ahora, que te
haces mayor, seguimos remando juntos en esta barca. Más viejos, más conocidos.
Más humanos. La quiero, y te quiero. No creo que nadie en el mundo lo haga como
yo lo hago. Debes saber que ella, a pesar de todo, no fue mi primera opción
cuando la juventud me rondaba. Hubo otra que al mirarme me quemaba. Por la que
estuve tan loco que lloraba. Con la que imaginaba algo como tú. ¡El amor de mi
vida! Era tanto aquel dolor, que hasta me gustaba. Caminé, entonces, derrotado
hasta que me encontró ella. La juventud ya no nos rondaba. Nuestra posición se
hacía cada vez más privilegiada. El instinto de hacernos perdurar nos llamaba.
La pasión reinaba en nuestra cama. Y entonces entendí: ¡eras tú el amor de mi
vida! Así que por favor, quédate con esa mirada que queme, con el protagonista
de auténticas novelas, con el que el dolor merezca la pena. Que no tengas que
firmar un contrato porque el arroz se te pegue.
Gregorio S. Díaz "Felices dieciocho"