Bajo el olivo, llorando mi pena. Bajo aquel mismo olivo, como si fuera mi
propia condena. Entre el fruto del suelo, ya por el tiempo y el viento
arrugado. Queriendo ser uno de ellos, por el sol, lentamente, maltratado.
Cuántas lágrimas le di a mi viejo verde enemigo, cuántas, me pregunto, le habré
dado desde chico. Porque sentí la cabeza estallar, mi pecho quemar. Era la cosa
más pequeña de toda la ciudad. Algo insignificante, que poco importa. Que poco
importaba. Caminar era una necesidad y lo hice hasta parar por propia voluntad
y exhaustividad. Por tener unos pies que embotados, ya no responden. Por tener
una mente tan hinchada y rojiza, que apenas da débiles órdenes. Los sentidos
empezaban a desenfocarse, hasta te duele la música de los oídos y la vista
viene y va, entre nubes blancas, piedras grises y otros fundidos. Eso es lo que
yo llamo desaparecer. Y luego volver.
Más limpio por dentro, pero con la misma culpa. Con aquella mirada, pero sin
ninguna disculpa. Como si hiciera falta...Me dolió más que perder uno de mis
brazos. No, no el daño metálico, sino el fracasar. Eso que toca tanto tu
orgullo. Lo que te impide reconocer y decirlo alto y claro: lo siento, te he
fallado.
Gregorio S. Díaz "Bajo el olivo."