Qué buen olfato tienes. Hueles el miedo a tres mil leguas. Esta vez has
olido el tuyo, por eso vuelves como firmando una ingenua tregua. Por eso deseas
que te vuelva a tener en la mente. Por eso apareces intermitentemente como si
nunca fueras a desaparecer completamente. Prometí no volverte a escribir hace
unos días, y hoy aunque lo haga, reitero una posición que se mantendrá inmóvil
más allá de esta última agonía. Las mentiras que son mentiras, son mentiras,
diga quien las diga. No será mentira si te apuñalan la espalda los mismos que
te envenenaron con tan infames palabras. Aunque cabe la duda de que seas tú la
mentirosa y hayas jugado con una macabra excusa. No seamos hipócritas,
exigiéndole al tiempo, exigiéndole a lo que fuimos. Adelante, cree todo lo que
oigas. Como esos fieles creen, por pura fe, en la Biblia. Créelo si así te
sientes legitimada a pensar que todo pasó y que ya no se puede hacer nada. Créetelo
para poder dormir con él por las noches y comer por las mañanas, para no torturarte
hasta la muerte pensando en la distancia que nos separa. No siempre, pero sí
algunos días de todos los meses, cuando te entre esa extraña melancolía,
empezando por septiembre. Y aunque sigas
el juego, yo ya me di por perdido. No vas a jugar de nuevo conmigo. No
pretendas recordarte como vacuna, porque la aguja pincha y duele. Ya no
necesito tu cura. Porque aunque también creas que estoy acabado, del suelo me
he levantado todas las veces que he caído. Incluso aquella vez con la chica de
nombre frío con la que me creía, definitivamente, enterrado y hundido. Y ahora,
con una mano que ayuda y no ignora, que rompe tu hechizo de bruja negra. Que
si tuviera la oportunidad de remendar errores, elegiría no haberte conocido.
Que eres lo peor que me ha pasado, y yo te he comido.
Gregorio S. Díaz "Diga quien las diga"