Finales de Octubre y el sol de
Granada picaba, haciendo daño como de costumbre. Tenía clases de esas que se
pasan lentas y que son una pesada carga, sobrellevadas por el calor de un
reencuentro con el que contaba y otro, el tuyo, con el que ni imaginaba. Cerveza
fría y café caliente, me vine arriba, lo reconozco, al verte en línea y cerca
sentirte. Solo se trataba de arriesgar con palabras, esas que hace años que no
he utilizado y que a mí siempre se me trababan. Ya te gané y ya te perdí, una
vez, pero el hormigueo del mismo miedo recorrió por completo mi fría piel. Si
te pones a pensar, solo era cuestión de tiempo, eso de volvernos a ver. Tú, quizá,
lo has estado esperando desde el principio del final, para abofetearme la cara
y pedirme unas explicaciones que aún, a día de hoy, no tengo. Mil perdones no
sanarán el dolor de un tiempo que ya parece remoto. Ese que me has concedido y
que yo no concibo. El que me mata, al pensarlo, muy poquito a poco. Atrás quedó
el silencio. Los días de huir. Atrás como el precipicio por el que me tiré al
alejarme de ti: flores pequeñas que olían como rosas enormes, pero que no llenaban
más que la pituitaria, carcajadas exageradas que ponían los focos sobre mí, con
olvidados paraguas y candela fría, que dibujó en sueños ilusión y que solo
pintó traición. Tenía que pasar. Sufrir dolor por todo el dolor provocado. Para
remover los cimientos de mi tiempo y mi consciencia. Luego el vacío de los días
para analizar y sanar una vida entera, como fue el trienio de mis mentiras. No sé tú, pero a mí el corazón me latía
cuando andaba pensando que iba hacia a ti. Ahora no recuerdo si eso me ocurría
cuando aquel lejano bus te traía a mí. Y entonces te vi. De espaldas y sentada.
Te giraste y reí. Y allí estábamos los dos, con las mismas sonrisas de antaño, aunque
rodeadas de metal y hierro. Fue como la primera vez. Como siempre. Como todas
las veces. Lo supe desde que andamos a escasos centímetros. Sé que las veces que
nuestras manos torpemente se cruzaban eran porque ellas dos se morían de ganas
de agarrarse los dedos. Como si no hubiera pasado el tiempo, como si no nos
hubiera separado. Algo había cambiado. Habíamos crecido. Ya no éramos aquellos
niños. Ya no lo somos. Ya tengo criterio. Hubiera bailado contigo tocándote la
cintura con una mano y en la otra el helado. Luego, cuando dejé de caminar a tu
lado y los dos besos de rigor nos separaron, la tristeza y la alegría me
invadieron. La primera por lo tonto que había sido. La segunda por leer en tus
ojos y en tu risa, por el momento vivido. Yo todavía hoy tengo tiritas y
cicatrices que he lamido solo, todavía hoy sigo cerrando heridas que un día
abrí. Las tuyas, que también son mías, con gusto cerraría, sin ser un tonto cobarde. Dejándome llevar y llevándote.
Gregorio S. Díaz "Sonrias de metal y hierro"