No sabías salir de Roma y me
pediste que te dibujara un camino. Tú, patricia ennoblecida, de alta alcurnia,
moviéndose por los tejados y alcobas de poderosos hombres del Senado. A mí,
loco y pobre, acostumbrado a las tabernas de noche y a las posadas de algunas
que otras damas, de madrugada. Buscando un sitio en una ciudad tan grande como solitaria.
Vacía de gente y con millones de almas. Entiende, y entiendo ahora, por qué te
aparecías ante mí como la perfecta. Con la que dejarse llevar y terminar
ahogado en el agua. Con la que mudarse a Pompeya, para que, cuando el volcán
estallara, el fuego, la ceniza y la lava nos inmortalizara en esculturas. Te
enseñé a comer con la boca abierta, y no cerrada, a tomar la espada, los trucos
de las letras y cómo para ti se entrecruzaban. Te enseñé a querer, a que te
quisieran. Te dejé ver los cimientos de mis pestañas, esos que aguantaban todo
un pasado, como carga. El ingenuo de mí, que la definitiva eras pensaba. Que el
vagar por ciudades romanas terminaba. Que las ruinas de templos en los que recé
a la diosa del primer beso se convertían en total arqueología. Que las oportunidades
perdidas, por Barerra Claudia y por Floritálica, ya no importarían. Cuando
te mostré la salida, me dejaste tirado por aquellos caminos que huían de Roma. Viudo
de destino y de hombría. Cuerdo de razón. Loco de corazón. Perdido. Sin saber
por qué te esfumaste entre el humo de la candela la última noche. En la que
te pegaste sigilosa y resististe cada envite. La lascivia y el metal hicieron
que, al morder, te saliera sangre. ¡Te esfumaste¡ Dejaste que a aquellas ruinas
lejanas, olvidadas, le volvieran a salir raíces. Que las oportunidades perdidas
me pusieran triste y que buscara en ellas el perdón que no existe. Me dejaste
tan solo que creí morirme. Luego, me enteré, por las malas lenguas del mercader
de tierras tan lejanas como lo son las de Acinipo, que allí fuiste engendrada.
Que la alta alcurnia era cosa de ilusión y orfebrería casera. Que solo
habitabas camas ajenas de gente adinerada buscando una posición social que
anhelabas. Que, en verdad, eres una desheredada. Sé que se te pasó por la
cabeza. Contarme la verdad y jurar resarcirte. Que en mí habías encontrado lo
que nunca te habían dado, que habías logrado sonreír y sonreírte. Quizá fuera
eso lo que te alejara: el miedo a que el amor triunfara. Sí, es por eso por lo
que te fuiste. Hoy no sé por qué caminos andas, ni qué tan tristes son tus
hazañas. Los caminos que ahora salen de Roma no son más que piedra. Vacío y
olvido. Por ellos he ido, atropellando vidas. Buscando y a la vez alejando. Trasegando
y cruzando campos. Roma está muy lejos. De hecho, creo que he salido del
Imperio. Roma ya es solo un viejo recuerdo…
Gregorio S. Díaz "Los caminos que salen de Roma."