Alguna vez habría que enfrentar a
la verdad. Los hechos, el tiempo, las palabras. Aunque, como de costumbre, no
exista el cara a cara. Eso nos disuelve, nos esquiva, nos lleva por las ramas. Nos
hace hablar por hablar, sin medir del discurso la importancia. Aún hoy, después
de lo que ya son cuatro años malditos, de miles de guerras diarias contra la
vida, el dinero y los amigos, de osadías y conflictos, siento el suave tacto de
la sangre que derramé en lo que fue un disparo contra mí mismo. Me duele más la
que cayó por tu vientre, al impactarte de rebote, la bala que iba directa a mis
sienes. Tú no lo sabes, pero me salvaste. Me impulsaste mientras te caías.
Mientras te dejaba caer. Aquello que prometí nunca hacer. Hiciste a todas mis
piezas, distorsionadas y dispersas, recomponer. Me enseñaste que yo podía,
también, crecer y creer. Querer. Confieso, no supe qué hacer. El ritmo de la
vida me estaba llevando por delante: el pasado no hacía más que tocar a la
puerta, convenciéndome de que la tuya era una cama fría. La juventud me colmaba
de besos, susurrándome que aún tenía tiempo. Las amistades para el hielo y la
barra me seducían. Decían que la primavera, si yo quería, flores de colores
traerían. Los exámenes y aquella puta, llamada Paleografía. Y luego estábamos
nosotros, errantes de un camino con solo dos salidas. Que, llevados por el
azar, y la boca cerrada, moríamos en la rutina. Recuerdo que no sabía cómo enfrentarme
a ti y a tus miradas. Quería preguntarte si me querías y si te gustaba. Supe
que sí la noche que se convirtió en la última. Yo ya ciego y envenenado estaba.
No fue hasta ese verano cuando comencé a dibujar el error y el ‘dejarse llevar’
se me incrustó como filosofía de vida. De primera mano, no conocía la angustia
y el dolor provocado, saber qué ocurría cuando alguien se va yendo, así de
pronto y de paso, como si estuviera hecho de material etéreo. Justo lo que
luego me tocó vivir y conocer, cuando, lejos tú, quise continuar y me tocó
perder. Mil perdones no ayudarían a sanar lo que cicatrizó, sabía muy bien,
pero tuve que obsesionarme con él. No solo para que me perdonaras, sino para perdonarme
yo por huir y no confrontar mi destino. Hoy no sé si existe el perdón o el
rencor. No sé por qué, a veces quiero y otras no. Meses enteros empezándote yo.
Un helado, efímero, de paz y transición. Y justo cuando digo: no hay nada que
hacer, me marché sin decir ni adiós, no merezco ese perdón, me empiezas tú. Entonces
me confundo y pienso que no, que no deberías tener pudor ni compasión. Y, sin
embargo, tienes la que no tendría yo. Para terminar, debes saber, que me quemaré
cada vez que recuerde el olor de tu pelo rubio y el frío de invierno, las
chucherías y el Fin del Mundo. Que me torturaré, cada año, por los daños que
provoqué y que no sanan con los años. Que aquel que era solo fue una sombra del
yo que soy, y nada del que quiero llegar a ser.
Gregorio S. Díaz "Lo que nunca te dije"