Los más grandes dones, quizá,
sean los que ya has entregado. Un cumplido en forma de sacrificio. De esos que
rompen esquemas y te rebotan en la cara, como el vértigo que sientes a mirar al
precipicio. Como el agua fría de la mañana que te despierta en segundos. Que te
hielan y te dejan tiritando. No es que pronuncie la belleza que veo con
palabras, ni que en mí la belleza se pronuncie. Es justo eso. Tan sencillo y
fácil como eso: tener el sentido de la belleza pronunciado. Que, enfrascado en
los detalles pequeños de la nostalgia y del estancamiento, no sabía ordenar los
factores. Que mi punto fuerte es que me explique y me entiendan: que vean, como
yo, el letargo y la agonía de una realidad que se escapa. Que no vuelve. Que
pasa rápida. Que no me llena y que me desespera, porque siempre hay que
esperar: a lo que tiene que llegar y a lo que nunca se va a marchar. Una canción
en forma de bendecido milagro. No solo suena a oasis en el desierto, ni a un
momento perfecto. Suena a parar el tiempo. A cerrar los ojos, abrir los
sentidos y dejar que salga de ti el cuerpo que te ha invadido por siglos: el
miedo. ¿Te digo a qué más suena? Suena a comedia romántica de media tarde. Al
tráfico de la ciudad. A sus imponentes edificios de una noche fría de otoño. Suena
a gente. A sus voces. A cielo. A dioses. Suena a noche de lluvia y a insomnio.
Suena a libros. Muchos libros. Suena a historias increíbles. A otras,
desgarradoras. Suena a tormenta de verano. A finales tristes y a nuevos
comienzos. Suena a vida y a muerte. A suerte. A esperanza. A olvido. Suena a
recuerdo y a magia, comprimidos en cuatro minutos de paraíso. Suena a no más
miedos.
Gregorio S. Díaz "A lo que suena"