Llámame cobarde. Di esa palabra,
con todas sus letras, en mis narices. No te voy a juzgar. Al contrario, te
tendré que dar la razón. Para irme de aquí me ha faltado el valor. Reconozco que,
parte de la culpa, la tengo yo. Por haber visto un mundo ajeno al de mi alrededor
cuando apenas sabía cómo funcionaba el paso de los años e, ingenuo, quería hacerlo todo. Por creerme todas esas historias que, al leerlas, te llenan la
cabeza de sueños y la mente de recuerdos. Todos esos sueños eran infundados. Estaban
hechos con el material líquido y etéreo de la imaginación, del acero con el que
tratamos de construir los cimientos de vidas alternativas a la que nos muestra
cada día la puta rutina. Como si la emoción, de la que uno se apodera durante la
juventud, hubiera mostrado un universo diferente al real, y ahora, que se va para
no volver, vaya tiñendo de blanco y negro aquello que anteriormente se veía a
todo color. Pero hay otra parte de culpa
que no es mía. Que pertenece al azar, al arbitrio, a factores que condicionan y
que uno no elige. Que le voy a hacer yo si recorro calles que son finitas y que
no iluminan más allá de las dos de la madrugada. Si tengo que soportar esta
patética época en la que dormimos despiertos, y dormidos, soñamos con la Revolución,
sin mover un dedo de la realidad por ella. Que esto no es la Barcelona ni la
Belgrado de los noventa. No es la Barcelona del 92, donde podías camuflar la individualidad
entre un mar de gente que no te iba a etiquetar, tachar, juzgar. Que aplaudía y
abrazaba tu nacionalidad. Que te iba a abrazar, aunque no le entendieras ni una
sola palabra. Esto tampoco es la Belgrado del 94, cuando la próxima guerra
acarreaba peligro y excitaciones. Cuando todas esas emociones de la juventud
sabían a cielo en forma de disparos de morteros, sonaba a casquillos y olía a
sangre, sudor, miedo, perfume de mujer y odios entre los que un día fueron
compañeros. Cuando esas extremas condiciones podían volverte loco y creer en el
apocalipsis, anudarte la garganta e inhibirte cualquier atisbo de razón: una
bala perdida, delatar a quien fue íntimo o una borrachera que te lleva al alistamiento.
No, esto no es la Belgrado del 94 cuanto todavía vivía Ana Mladic, antes de
que se desquitara de los delitos que ella no cometió y por los que pagó,
teniendo el valor para pegarse un tiro en la sien, dejando en ensoñaciones los
anhelos de toda una generación de jóvenes en los Balcanes. Qué va a tener esto
de emoción, si no hay peligro. Si es lunes cada lunes y todos los días que no
son lunes.
Gregorio S. Díaz "Ni la Barcelona ni la Belgrado de los noventa."