En esa calle donde esperan los desheredados.
Los que no tienen nada material, tampoco espiritual. Los que esperan y esperan,
solos, tras tanto poder y espectáculo del que han disfrutado. Los que ya están
agotados. Por esa calle, llevo casi tres años, andando. Siempre que he llegado
a la esquina que había que torcer para seguir, me daba la vuelta, por si en el
camino me había dejado algo, por si oía un grito de ‘vuelve’ de los coches procedente,
que me llevara a otro lado. Ahí, entre el tráfico, las tiendas, el humo y los
pisos desconchados he estado esperando. Soportando la nieve, el viento y el
frío, desarropado. A veces me he resguardado en los portales de luces verdes de
las chicas con las que me he topado. Otras tantas, he tenido que dormir en los
ascensores de los pisos de barro, mirándome fijamente al espejo, preguntándome qué
coño había hecho para estar tan borracho, si apenas había bebido tres o cuatro
tanganazos. Porqué era tan desheredado y por qué esperaba, yo que tanto, juego,
luces, labios, música y argumentos para el futuro he dado. La verdad es que no
he sabido apretar ninguno de ellos. Mil días no han bastado, porque sigo al
igual que en el inicio. No sé en cuántas ocasiones he tratado de cruzar esa esquina
y el corazón me ha dolido. La mente me lo ha impedido. “Tienes cosas por esperar,
confía en nosotros que somos los que te hacemos”, siempre me dijeron. Pero solo
era yo y lo que quería creer. Era yo que me decía a mí mismo que ya sabía cómo
funcionaba aquella calle: el mendigo de las siete, que te pide vino, la chica
de las nueve, que te pide que subas y tú no subes, por si te echa el lazo y te
ata, la tienda de por la mañana llena de fruta y telarañas. Cómo cambiar de
lugar, de sueños, de tiempo. Cómo hacerlo si ya tenía eso. Por más que se
llamara calle del Lagrimal, cualquiera de sus números eran todo un hogar. Esa
calle, es cierto, también fue nuestra, un día. En ese portal crecimos y en aquel
fui completamente tuyo. Cada tarde vuelvo allí, a sentir lo que dejaste
prendido en el aire. Cada noche en el que el termómetro baja de cero, nos he
visto, como cristalizados en el tiempo, dándonos un cálido beso. Tampoco es que
esté muy seguro de eso: no sé si es la hipotermia o el alcohol, que esa
imagen formaron. Desde que te fuiste,
desde que me fui. Desde que nos alejamos y desde que nos perdimos, sigo en este
laberinto, del que no quiero salir. Como si solo por el hecho de permanecer
aquí, la esperanza en ti siga vigente. Pero ya no. Ya sé que esta jamás volverá
a ser tu calle, que caminas por otras aceras, que no nos volveremos a perder en
la ciudad entre el frío de enero, ni serás la Reina de los Tacones de Invierno
ni seré el Chico que te escribe Relatos. No dibujaré sonrisas como cuando el
agua abría ojos, ni tendré la satisfacción de llorar desconsolado sobre otro
hombro. Quizá algún día, cuando la barba encane y la cabeza aclare, cuando te
salgan arrugas y la memoria te condene, vuelvas a nuestra calle. Espero que te
sigas acordando de las facciones de mi cara, cómo era mi voz al hablar y que te
sigan gustando mis pantalones. Puede que, al compartir una copa, repasemos cada
momento en los que, de verdad, nos creímos para siempre inmortales. No nos
arruinará nostalgia la velada. Así tenía que ser, y así habremos envejecido. Así,
simplemente, elegimos. Pero hasta que eso pase, hasta entonces, que el tiempo
actúe. Ahora tengo que cruzar como sea esta calle. Llegar a un nuevo mundo.
Tratar de forjar un nuevo tiempo, lejos de los juegos y los espectáculos, comenzando
por el bolígrafo, como estos años he hecho. Comenzando por agarrar otra mano
cuando llegue el momento justo, que, aunque no me colme, me llene. Que firme el
pacto que todos vamos a firmar, más pronto que tarde. Para las noches ciegas,
de frío y mucha compañía dejo que venga el olvido a recordarme cuatro cosas de
ti y cinco que hice contigo. Hasta entonces, avanzar, no estancarse. Seguir adelante.
Cruzar y decir adiós a nuestra calle…
Gregorio S. Díaz "Nuestra calle"