Él pasa cada día por su casa, a
ver si la ve. Lleva puestas sus mejores galas: pantalones estrechos y americana.
Se queda mirando fijo a su ventana, nervioso, con el corazón latiendo a punto
de arder. Las flores de su alfeizar desprenden olor a orquídea amarilla, el
mismo perfume que él solía saborear directamente de sus besos, con gusto a
vainilla. El macabro tiempo le había hecho olvidar qué se sentía. La sensación de
aquella piel blanca y fría, bajo sus manos. El vértigo sobre sus labios. Aquellas
ganas de quererla entera, para siempre, no por un rato. Pero no la ve. Agacha
su mirada, decepción, y vuelve a andar sobre sus pasos, hacia delante. Sacándose
esas historias, en las que sale ella, de su cabeza. Se maldice a sí mismo, por su
postura cuando el reloj no marcaba ni las diez y media. Ella vive ajetreada.
Tiene dos trabajos y no da abasto. A pesar de tener la vida medio encandilada, se
siente perdida. Tiene cálidos besos por la noche y café caliente por la mañana.
Una sonrisa a su lado, que otra sonrisa saca. Una vida perfecta, de no ser por
la nostalgia. Compartir no tiene valor por las cosas que compartes, sino con quién
se comparte. Y aunque sus huecos tiene rellenos, nota que le falta un pellizco
en el ombligo. Una espina clavada. Un quizá. Un no sé qué. Se asoma a la
ventaba y en el horizonte pierde la mirada. Cuando él le esperaba tras esos
barrotes y ahí, hiciera calor o nevara, allí siempre la esperaba. En esas
escaleras. Luego niega con la cabeza, cuando todo ese dolor inunda sus ojos y
su garganta. Tanto él como el tiempo se han marchado, pero el dolor no se ha
ido. Ella parpadea, con las lágrimas en las ojeras. Parece que es él, que se
para a la sombra de su casa. Parece que es él, que con tristeza mira su
persiana. Él la ve bajo el umbral de la puerta, respirando fuerte y sonriendo.
Le entra el miedo, ese miedo de pensar que está haciendo algo malo, de que no
es su sitio y debe marcharse rápido. Sale a correr, huyendo. Ella podía dar un
portazo y seguir con aquellas manos a su lado, pero corre tras él, arriesgando.
Él quiere avanzar, pero se va quedando parado. Ella lo abraza por la espalda y
lo tumba en el suelo. Le da un beso y le ríe a dos centímetros de sus labios. Eso
sí es vértigo.
Gregorio S. Díaz "Vértigo"