Algún que otro lluvioso atardecer,
como lo es este, se me pasa tu dentadura blanca, tus pétalos rojos y tu piel
morena por la retina. Realidad me golpea cuando me quedo mirando al infinito
horizonte. Y es que se me va la consciencia en la noche en la que, por fin,
lejos del ruido de la calle en obras por siempre donde dormía con ella,
bailaste pegada a mi cintura encima de aquella tarima. Cuando la nieve sorprendía
a una Granada acostumbrada solo al frío seco de la madrugada, y el suave tacto
de los guantes polares parecía acariciar a mis hibernadas hormigas. Esas que se
habían quedado dormidas por aquella chica rubia y fría, que me mandaba a dormir
cuando quería y que no fue, nunca, del todo, mía. Que solo estaba empezando a saber
cómo funcionaba el querer la piel y yo no albergaba ni pizca de paciencia y
empatía. En noches tan oscuras como lo es esta noche, me sube al paladar el té
caliente, abrasándome la garganta. Me inunda la pituitaria el olor a especias
que desprendía aquel balcón con ventanas a la Historia. Cómo no percibí tu aura
de sultana del reino nazarí que yo tanto ansiaba. Que eras la morisca del Albaicín
que a su morisco de las Alpujarras buscaba, esa que podía devolver al corazón
su latir y al cinto su espada para luchar por una tierra de la sangre de
antepasados bañada. Que eras con quien, una vez, en el quinientos, viví y nos
dejamos flores de colores heredadas. De vuelta al tráfico lento, me negaste un
beso. Tenía que ganármelos. Y entonces, obtuve infinitos. Los que quise. Besé
la flor que eras allá por cuando empieza la primavera. En verano entré
explorando el tallo y tu savia, para luego dejarte sola, seca y marchitada.
Dejé que el Sol llenara de lágrimas a una barriga que todavía tenía bultos de esperanzas.
Llegaron carcajadas exageradas, mientras permitía que el pasado, de nuevo, con
su fuerza y sus cuerdas me aprisionaran. Me olvidé de todo y no te recordé,
para nada. No tenía ni idea de que aún ahí estabas. ¡Que me esperabas! Que fue
tu día, y no te hice nada. Aún me da por ver todo lo que escribiste en esa
verde y naranja caja. Todavía huelo el azúcar de los corazones de chicle de los
que lleno estaba. Guardo en el armario, también, la camiseta blanquiverde
rayada. De ti me queda la voz con la que me dictabas las palabras, como susurros,
grabadas. Alguna que otra noche, como estas, tengo que levantarme a las tantas
de la madrugada y llenar el folio de una vida que parece ya muerta y enterrada.
Al amanecer, se me pasa. Pero quedan en la ventana las gotas de rocío, que dibujan
todo lo que no vi para que me queme cada mañana. Escriben con sus trazos sangre
que tortura el alma: que entre mis manos tuve una flor que brillaba, y le quité
los pétalos uno a uno, como si no fueran mías esas alas.
Gregorio S. Díaz "Flor"