¡Cuánta belleza, mi señora! Y no
solo lo digo por usted, su espectacular brillo y su transgresor vestido. También
los balcones de todas las casas, de todas las calles del castillo, así como del
Reino entero, están engalanadas con sus mejores paños. Todo para celebrar con
usted, y por usted, este magnífico día. Tan especial. Los niños pasean por los
parques, con globos de colores, en los que están dibujados sus iniciales. Se
han organizado juegos, carreras de caballos y hasta hay una competición para
ver quién es el gato más gordo de los cuatro confines y los catorce reinos. No
sé, a decir verdad, qué le tiene preparado el príncipe, pero llevas días maquinando,
usando sus contactos, llevando a cabo tejemanejes para mantener en silencio
cada uno de los mil regalos que le va a hacer. Y más de mil usted se merecería.
Lo que sí sé, a ciencia cierta, es que el Reino no puede brindarle mayor
pleitesía que convertirla en heredera de la corona. Usted misma se percata de
lo difícil que ha sido llegar hasta aquí. Mantener, en la paz y en la guerra, la
unidad de nuestros territorios. No solo nos han amenazado los enemigos
internos, que buscan sangre en la rutina, encontrando cualquier pequeña grieta
para hacernos daño, para lanzar en contra nuestra todas sus fuerzas. Los mantuvimos
a raya. Y qué decir de los extranjeros. ¡Nuestro Reino es el más codiciado!
Todos quieren lo que tenemos. Y todos te quieren a ti. Solo es envidia, créame,
por no poder construir lo que usted aquí sí. Hoy es su día, mi señora. Y yo, como
su eterno y fiel guardaespaldas, habiendo jurado lealtad a los actuales reyes y
al príncipe, le deseo toda la suerte que el trébol pueda darle en este ciclo
más que cumple, que le añade a su cuenta. No será el primero ni el último en el
que tenga todo esto. El calor de su pueblo, el visto bueno de quienes la quieren bien y saben hacerlo. La complicidad y el cariño que solo se consigue
con el tiempo.
Anda, devuelva esa sonrisa que yo
me sé a su rostro. De inmediato, mi señora. Déjeme que le pida que no llene más
sus ojos con ese extraño brillo que denota melancolía. No piense, ni por un
segundo, que lo de hoy es una fiesta efímera, que es burbuja de un solo día, que
hace que de todo te olvides. El mañana, recuerde, también traerá alegrías.
Aunque te recorra el cuerpo un escalofrío, la cabeza te dé vueltas y te dé por
pensar tonterías. Mi señora, yo sé que lo hace. A escondidas. Cuando no la ve
nadie. Sé que tiene guardada, bajo llave, una caja de terciopelo, en la que siempre
ha guardado objetos valiosos, aunque ya van quedando pocos: un retrato en
blanco y negro, una carta vacía, mil letras que nada son, quizá escritas con la
tinta de la mentira, de la traición. No me pregunte, la he visto por las
noches, cuando llora hasta quedarse dormida, leyendo, con todo eso encima del
pecho. También cuando se enfada y le da por quemarlas en la chimenea, como si
fueran secretos que jamás quisieran o debieran ser revelados. La he visto, de
la misma manera, arrepentirse, quemarse la mano, en busca de un pergamino chamuscado,
intentando descifrar alguna que otra frase. No se preocupe, mis labios están más
que sellados. Sé que ya solo sucede cuando tiene las defensas bajas y algún que
otro accidente trae recuerdos. Que ya van siendo menos las ocasiones en la que le sucede todo eso. Que pronto dejará de tener esas pesadillas, y esos sueños.
Que van viniendo a menos. Sé, de sobra, que nuestro príncipe es solo suyo, que
lo quiere con el alma, de quien se va a poner, en el dedo anular, su anillo. Así
que no tenga miedo. Tampoco se preocupe más por aquel despojo. No está lejos,
pero tampoco cerca. No ha vuelto a escribirle desde aquella última otoñal
reyerta. No va a hacerlo más. Le corté medio dedo, le soborné con mil monedas
de oro, pero las rechazó, jurándome que no volvería a hacerlo. Le quité su
caballo, su puta y le dejé el pájaro de mal agüero. No sé, ahora, qué caminos
andará, pero se tiene que estar jugando el cuello. No tiene nada: ni espada ni
reino. El suyo lo ha heredado alguien más pequeño, que parece ser, sigue sus
malditos pasos. Me gustaría saber cómo se tiene que ganar la vida, puesto que
se ha convertido en un auténtico bandido. Quizá se dedique al campo, aunque con
la dudosa fama de la que su apellido hace gala, supongo que su fuerte será la
rapiña, el robo y las plantas medicinales que huelen a manzanas. Se lo prometo,
no va a volver ni le va a escribir. Simplemente, no puede darle, mi señora,
aquello que ya no tiene y de lo que carece. Ni tan siquiera su corazón: dicen
las malas lenguas que se le ha oscurecido, que aúlla en las noches, que tiene
encima más de un orzuelo o algo parecido, que, herido, ha dejado regueros de
sangre de un color tan negro como el azabache.
Así que, mi señora, salga a
saludar a su pueblo. No tema, no mire atrás, no dude. La están esperando para
celebrar con usted el día de su efeméride más importante. Borre de su rostro
cualquier atisbo de recuerdos, de toda esa pena y la rabia. Que el destino ya
lo había escrito. Lo había predicho. Lo demás, son cosas que pasan. Que suceden.
Que nos forjan y hacen tal y como somos. A partir de ahí, todo es nuevo. Luzca
el blanco y rojo de su boca, mi señora, que todo lo que han preparado por usted no es nada comparado a lo que le espera cuando sea reina…
Gregorio S. Díaz "Luzca el blanco y rojo de su boca, mi señora."