Una cana blanca, que un día fue rubia,
sube en forma de polvo hacia el cielo. Uno podría imaginarse que, por la vida
que ha llevado, su lugar sería el infierno. Estoy seguro de que conocería cada una
de sus calles, cada uno de sus recovecos. Cada palmo de esa tierra quemada, de
esa música alta, de esas pastillas de colores, de esa cerveza caliente, mala,
de esas mujeres interesadas, de ese dinero que nunca y siempre tuvo, que fue
como una navaja. Que lo sedujo de tal manera que lo llevó a pasar media vida
entre rejas. No. En el infierno ya estuvo. De él, más bien, no se ha movido.
Atrás quedan las chupas de cuero y las camisas rajadas. Los puños bien
cerrados, marcados en mandíbulas ajenas, las palmas levantadas. La adrenalina
al huir, con el sonido a sus espaldas de la policía y sus sirenas. Atrás quedó creerse
el rey del mundo, porque solo fue el dueño del instante, ese que se va rápido, que
no existe. Lejos de ese mundanal ruido, siempre ha sido un cordero herido. Ha
ido derramando, hasta el día en que definitivamente ha dormido, toda la sangre
que no es suya, pero que siempre por las venas le ha corrido. Fue calmando el
dolor de verse arrebatado de su otra idéntica mitad, con más dolor, con lo
mismo a lo que un día la vida los acostumbró a los dos. Dando tumbos,
sintiéndose culpable, tal vez, nostálgico y triste, por todo el mundo. Siguiendo
haciendo girar la ruleta. A ver hasta donde era capaz de aguantar y de llevarle
la mala cabeza que tenía por veleta. No. El diablo no busca esas almas. Demasiada
inocencia para tan enorme tarea. Ellos dos, al fin, caminan de la mano sobre
las nubes blancas, planeando nuevas travesuras…
Gregorio S. Díaz "Una cana blanca al cielo"