Después de conocer la fatídica
fecha, que, por un lado, deseaba que llegara y por otro no, hizo la maleta.
Cuatro vaqueros rotos, dos camisetas arrugadas y dos jerséis de manga larga. Todo
lo demás lo llenó de libros. Le dijo adiós a aquella pequeña. Tan solo dos
semanas después de prometerle acompañamiento eterno, a cambio de saciar sus
ganas y colmar soledad. Más para aparentar, no morir solitario, que de verdad.
La dejó llorando, tras el marco de la puerta. Volvió el gesto serio. Llevaba la
barba de tres días enfurecida, los ojos hundidos, y se enfundó la boina al
pelo. El día, tan esperado, había llegado. Lo tenía que dejar todo, de lado.
Condujo sin ver por curvas que antaño dibujaba, mientras escuchaba música que
lo llenaba por completo. Llegó a esa Iglesia tétrica, sin ser gótica, cuando la
marea de gente había empujado a los novios hacia el último acto de la primera
parte y al primer capítulo de la última. No iba a entrar, ni a admirar el
espectáculo. Solo a esperar. Quizá el tiempo no había hecho tanto daño y solo
había causado estragos en la piel, desgarrada por los años. Apoyado en el
coche, mirando al suelo, escuchó el silencio del “sí quiero”. Observó cómo una lluvia de arroz percutía en aquellos
dos enlazados. Unos anillos y unas firmas lo habían confirmado. Ya no había locura,
sentimientos explotados, corazón a mil palpitando, rabia en un puño bien apretado.
Solo satisfacción, por fin. Porque ya estaba claro: caminos separados, ahora
sí. Aguantó hasta que las miradas cruzaron. Tras eso, banquete, besos y noche
de bodas. Una vida entera. Tras eso, libros, creer en la Revolución y adiós al Viejo
Mundo. Una vida nueva.
Gregorio S. Díaz "Una vida nueva"