Por el rabillo del ojo ya te
atisbé, justo al principio de la osadía. Con libros sobre el pecho. Tomando apuntes, a velocidad de vértigo. Justo
cuando la mirada volvías. No te conocí hasta que llegaron Hoover y Colingwood. Cuando
mi vida se había vuelto de blanco y negro puesto que Bonnie había decidido dejar
morir solo a Clyde. El mismo otoño en el que no solo el martes y el jueves,
sino todos los días se calificaban como negros. No sé si recuerdas, compartimos
paseo bajo la lluvia antes de entrar al glorioso final de fiesta americana.
Donde me llevé el segundo oro, quizá tu la plata. Y ella no sé qué se llevó, la
dejamos sin nada. Te desvaneciste en una foto de promoción, ya caducada. Años
después, la embajada norteamericana pareció unir al fin nuestras almas. Como si
de una comedia típica se tratara. Yo te quería enseñar la Alhambra, como si
fueses Eisenhower en aquellos años cincuenta donde España no contaba. Quería
dejarte mi huella marcada: la puerta de las Granadas. Por si, en el futuro,
tuvieras otras fiesta americana y tuvieras que enmarcarla. Corregirla.
Comentarla. Un beso, quizá, para
terminar la velada. No sé si, como Selena, tendrás ganas. Puede que te rehaga.
Que te mantenga cerca. Que te cure. Así, luego te marchas. Y escribiré que grites
mi nombre. Y yo gritaré el tuyo las noches estrelladas.
Gregorio S. Díaz "Entre Hoover y Colingwood"