Menuda tormenta está cayendo
dentro. Si, es cierto, ahí afuera pululan los brillos del sol combinados con viento
frío intenso, pero dentro está todo negro. Las nubes oscuras, relampagueantes
por momentos, cubren este pequeño cielo. A veces se ilumina, solo para dar
crujidos y estruendos, como si coincidieran con los rayos de luz que recorren
el espectro, a la vez que mis sinapsis conciben un nuevo, trágico y penitencial
pensamiento. Si continúa lloviendo a este ritmo, la carretera por la que escribo
mi sendero, va a convertirse en fango y mis pies, mi cuerpo y mi mente, van a
quedar varados muy lejos de la maldita Senda de la Estampida. Aquí no hay
ningún autobús donde reposar hasta el final, ni tengo las mismas ganas de Tolstoi
o Thoreau. Tampoco me atrae la magia envolvente y tramposa de la naturaleza.
Los miedos que tengo van más allá de los rápidos que desembocan en el golfo de
México. Aunque sí que tienen que ver mucho con la loca sociedad que estamos
construyendo, esa que, a partir de ahora, puede que a mí también me eche de
menos. Por aquello de sentirse señalado, ridículo, fuera de lugar, ignorante de
todos los sucesos. El hazmerreir del mundo entero. Por estar aquí, a cualquier
plan presto, y solo trazado si alguien más está disponible para acometerlo. Esta
tormenta me está llevando a un nuevo puerto, casi sin saberlo. Solitario, denso
y lleno de suspenso. De sepulcral silencio. Lejos de este mortal veneno que tengo
por sentimiento. Lejos de esta desquiciada cabeza que imagina cosas que duelen
tanto como los posteriores lamentos. La culpa, quizá, solo sea del tiempo, puesto
que es la única manera en la que a querer me ha enseñado. O tal vez sea la
propia piel que, cada vez que se siente hurgada, no solo mira a esos dedos,
sino más allá, a ver quien observa y ha sentido antes tal tacto, por si señala
o vuelve a hacerlo. El granizo que ahora cae, tortura más que la idea del
infierno, con su suave crepitar en el suelo. Y yo, sin mirar mucho adelante,
sigo andando. Con la mochila en la espalda, llena de recuerdos. Algunos ya
muertos. Y sigo, como siempre, demasiado lento.
Gregorio S. Díaz "La tormenta de dentro"