Antes la vida era muy sencilla. Hace
treinta años. Era joven, y eso ayudaba. De lunes a viernes, trabaja en el mejor
sitio del mundo. Aquel que me conocía al dedillo y por donde mil veces me perdí,
entre sus pasillos. A quince minutos de casa en coche. Compartía profesión con
gente que lo hacía todo más fácil. Luego, frente a ellos, me quedaba asombrado
cada vez que decían, impresionados, que transmitía tanto. Créeme, la vida era
antes muy sencilla. Tenía una bala de plata, recién comprada. Eran tan grande
que al principio iba por mitad de la carretera. Lo cuidaba casi más que a mi
propia vida. No quería que nadie lo mirara, por si se rayaba. Antes…la vida…sí.
Me perdía con ella cada fin de semana. Algunas noches de sábado llegaba a casa
a las seis de la mañana. Me moría de sueño, conduciendo, en noches tan
cerradas. La verdad, no sé, pero no hacíamos mucho, casi nada. Tomar una
cerveza en una terraza. Pasear por una ciudad tranquila y enana. Hablar de la
vida y sus paradojas. De principios irrompibles. De secretos inconfesables. De
las cosas que estaban por venir si todo funcionaba. Comer pizza y mantequilla untada.
Pelear por cuatro tonterías sin importancia. Aquellos problemas parecían
montañas. Reír cuando por reír nos daba. Amarnos en nuestro escondite secreto,
dos o tres veces al menos. Combatir al frío, al calor no nos dejó el reloj. Antes
la vida era mucho más sencilla. Tenía esa chispa de la que, precisamente, pensaba
que carecía. Ahora estoy a años luz de aquellos años. Tiempo que no podrá ser
recuperado. Revertido. Después de todo eso…trescientos kilómetros no sanaron el
dolor, pero sí lo paliaron. La rutina. El día a día. Las idas y venidas
volvieron a mi lado. La locura, la soledad y algún que otro desgarro. Los fantasmas
del pasado. Así pasó el tiempo. Antes la vida era sencilla y yo no sabía hasta
qué punto. Desde entonces, se hizo cuesta arriba, compleja. Ahora, viejo, voy
cuesta abajo. Estoy listo para dejar este mundo.