No sé en qué clase de monstruo me
has convertido. Con un poco de amor, difuminado durante meses, lágrimas a
cuentagotas y mil cucharadas de indiferencia, has hecho de mí lo que ahora
refleja el espejo. La mirada perdida, como tantas otras veces en las que he
perdido y en el interior de mis más profundos sueños, aletargado, me he
dormido. La mirada, también, hundida, como si haciéndose más pequeña fuera a pasar
desapercibida. No solo ella, sino todos los errores que cometió al no ver con
claridad decisiva. La tez, aún más oscurecida, llena de caminos que no llevan a
ninguna parte. Que solo son selva salvaje. Las manos las dejé pegadas al
volante, nerviosas, mientras me las llevaba continuamente a la cabeza. Las escamas
van dejando en recuerdos a la piel. Se robustece lo que con tus dedos como
rompehielos quebraste. Se cierra la piel con escamas a más heridas y a más
caricias. La temperatura corporal, que había subido a pesar de las noches
gélidas, porque las pasábamos amándonos, ha descendido. De aquí hasta el beso
final de Jeannette tiene tiempo de situarse en el Cero Absoluto. Poco a poco,
más frío. Más insensible y terco. Con más miedo. Ese monstruo es en el que me
he convertido, aunque puede que siempre lo haya sido. Que no hubiera visto en el
espejo lo que en realidad siempre ha dicho. Hoy me queman las cosas que por mí
hiciste, cuando trataste de hacerme mejor y desterrar todas las partes macabras
de las que me compongo. Calmándome cuando el llanto superaba al de los lobos solitarios.
Pero este monstruo está hecho desde mucho antes de que llegaras. No pudiste
cambiarme, porque, simplemente, la genética no puede modificarse.
Gregorio S. Díaz "El monstruo que soy"