
Tiene la mirada escondida. Evita
sus manos, el roce y el tacto. Las caricias. Evita, también, sus ojos, que en
él se fijan. Sus constantes idas y venidas. Piensa cómo la ha besado y, si sus
labios, tras haberse encontrado con los suyos en el pasado, han robado otros
tantos. Cuántas veces exactas lo han hecho desde el primero. Quiénes fueron los
apuestos galanes, tan afortunados. Y muere de celos. De miedo. De ser un número
más en la lista de besos. Piensa cómo se ha retorcido las pocas veces en las
que su pecho y sus muslos ha fundido. Cómo decía esas palabras con sabor a la
eternidad del paraíso. Pero, justo en este momento, trata de que no se note que
está loco, enamorado y enfadado. Casi a partes iguales. Porque ella no aparata
la mirada del que pone la cerveza en la mesa. Le siguen sus pupilas dilatadas todos
sus pasos, de forma disimulada. No quiere, por tanto, tocar sus manos. Se siente
invisible. Pequeño. Rodeado. La muerte inevitable de otro soldado. Una furia
llena todos sus adentros, despertando al dragón que nunca ha despedido por la
boca fuego. No es ira, ni rabia, ni tan siquiera celos. Es querer como nunca ha
querido y tener auténtico miedo de hacerlo. A ser, como siempre ha sido,
depuesto. Destronado. Abandonado. Traicionado. Y, entonces, roza, con las yemas, sus dedos. Toca sus manos. Mira sus pupilas dilatadas y responde con timidez a
un efímero y fugaz beso. Todavía no se ha ido. La tiene cerca. Puede oler su pelo.
Está ahí. Aún no se ha ido. Todo su mundo está en el ahora, lo tiene bien claro.
Más allá no hay nada certero. Pero es tanta la tentación de idear planes a su
lado…de pensar en el futuro…
Gregorio S. Díaz "Lista de besos"