Juventud llenaba mi cuerpo, colmado
de excesos. En la línea no gruesa de todo mi tiempo. Picardía en la cara y en
los gestos. En las palabras y en los textos. El mundo entero a mis pies, trazando
caminos por los que ir transitando. Como un diochesco romántico. El dinero por
primera vez entraba más rápido de lo que salía. Era una odisea gastarlo. No
podía quitarme de encima esos ojos verdes que mil cosas me decían. Moría cada
lunes temprano y resucitaba cada sábado a eso de las tres de la madrugada,
repleto de deseo y con ganas de saciarlo. De beberte la sangre, la saliva y los
besos. La vida era carretera, cerveza, pizza y un paseo por una ciudad enana.
Buscar un hueco en la noche fría y estrellada al que dedicar tu cuerpo y mi
alma. Recorrer con tacto el paraíso, crear vapor de nuestros labios. Llorar por
la pesada etiqueta, por no querer que te fueras. Pensar en el tiempo que queda,
perder la noción de la vida, acurrucados en un cubículo de hierro. El camino se
veía desde las montañas, haciéndose pequeño, sin huellas ni señales. Miedo, miedo
y estelas de inseguridad guardadas. Me quedaré solo, cuando decidas que me
vaya. Nunca izquierda, siempre reaccionaria. Del valle de tu pecho me eyecté
sin haber coronado la cima de tus pestañas. Sin haber reconocido que tú eras
como mi querida España. Y quise, quise dedicarme a ello con voluntad y maña. Con
ganas. Te juro que no me vino el pánico cuando el rojo se retrasaba y
amenazaba. Quise, pero en perspectiva puse nuestras vidas de forma comparada.
Qué tenía yo, además de tres camisas raídas, libros amarillos y una mancha negra
en mi frente y espalda. No quería marcarte con tizne la cara. Compartir una
vela en la noche tranquila del peregrino que baila. Nunca antes fueron tan
cortas, ni tan poco amargas. Tener mil ojos encima, manos entrelazadas. Un pañuelo
que todavía por mí habla, con aquellas palabras. Sigue, desde donde esté,
susurrándotelas. Eran ciertas, por más que mi destino yo mismo sentenciara.
Eran ciertas, quería cumplirlas, pero no condenarla. Tenías que volar y yo tuve
que cortar mis propias alas.
Gregorio S. Díaz "Compartir una vela del peregrino que baila"