Años
escuchando tu melodía en mi cabeza, pero la conquista del Nuevo Mundo me había
tenido ocupado en otros menesteres más acuciantes, pues estaba en juego mi
futuro y la esperanza. La Corona no podía esperar y la nobleza arengaba a continuar
más allá del Pacífico. Humilde y descarriado, había embarcado como polizón en
un buque de madera destartalado. Al tomar tierra no pude seguir el rastro que tu
canción dejaba. No al menos hasta dejar a aquella india que se me había
entregado durante la primera batalla tras el incendio de su cabaña. Tu destello,
entonces, se hizo ineludible. Buscaba oro, y encontré tus manos. Combatí contra
la naturaleza impenetrable y esta me miraba desde tus ojos verdes. Te seguí, al
fin, por toda la selva, bebí agua de tu boca, hundí mi cara en tu pecho y
salivé en tu vientre como nunca —¡rediós, lo juro! —lo había hecho. Me iluminó
el camino tu piel blanca y me lo hizo más ameno el olor a gloss de tus labios
morados. Dijiste que eras España y yo quise morir a tu lado. Me llevaste a
aquella ciudad deshabitada que algunos se empeñaron en llamarla El Dorado. Era
tu morada milenaria. Yo no podía conquistarla, dejarla abierta a la podredumbre
humana, que la leyenda se convirtiera en historia y la desvirtuaran, que sus
tesoros para siempre se empeñaran y a otro continente viajaran. Por eso te dejé
allí llorando. Quise hacer lo sencillo, guardar el secreto, borrar aquel
camino. Desandar lo andado. No complicarme ni mancharme las manos. Tener un
futuro anónimo, sin destacar en el mundo ocupado, porque me hubiera convertido
en objetivo número uno de cualquiera que supiera nuestro nombre. Lo más seguro
era volver al nido peninsular que tenía bajo un puente, para alargar la agonía
de mi vida y quebrarme en mil pedazos cada vez que llorara mis lamentos y
recordara tus besos. Cada día me preguntaría, entonces, porqué no elegí mi
destino, porque no quise hacer lo que quería y no lo que debía: morir en tus
brazos. Por qué dejé la selva y El Dorado por una sucia urbe de rancio
abolengo. Por qué no quise beber más aquella agua fresca de manantial que brotaba
de tus pechos. Que dejé la ciudad perdida que había por descubrir y hoy no hay
camino de regreso. Que se ha perdido aquel rastro entre las tinieblas del tiempo
y las palabras envueltas en cenizas que alejó el viento.