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20 de agosto de 2022

La ciudad perdida por descubrir

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Años escuchando tu melodía en mi cabeza, pero la conquista del Nuevo Mundo me había tenido ocupado en otros menesteres más acuciantes, pues estaba en juego mi futuro y la esperanza. La Corona no podía esperar y la nobleza arengaba a continuar más allá del Pacífico. Humilde y descarriado, había embarcado como polizón en un buque de madera destartalado. Al tomar tierra no pude seguir el rastro que tu canción dejaba. No al menos hasta dejar a aquella india que se me había entregado durante la primera batalla tras el incendio de su cabaña. Tu destello, entonces, se hizo ineludible. Buscaba oro, y encontré tus manos. Combatí contra la naturaleza impenetrable y esta me miraba desde tus ojos verdes. Te seguí, al fin, por toda la selva, bebí agua de tu boca, hundí mi cara en tu pecho y salivé en tu vientre como nunca —¡rediós, lo juro! —lo había hecho. Me iluminó el camino tu piel blanca y me lo hizo más ameno el olor a gloss de tus labios morados. Dijiste que eras España y yo quise morir a tu lado. Me llevaste a aquella ciudad deshabitada que algunos se empeñaron en llamarla El Dorado. Era tu morada milenaria. Yo no podía conquistarla, dejarla abierta a la podredumbre humana, que la leyenda se convirtiera en historia y la desvirtuaran, que sus tesoros para siempre se empeñaran y a otro continente viajaran. Por eso te dejé allí llorando. Quise hacer lo sencillo, guardar el secreto, borrar aquel camino. Desandar lo andado. No complicarme ni mancharme las manos. Tener un futuro anónimo, sin destacar en el mundo ocupado, porque me hubiera convertido en objetivo número uno de cualquiera que supiera nuestro nombre. Lo más seguro era volver al nido peninsular que tenía bajo un puente, para alargar la agonía de mi vida y quebrarme en mil pedazos cada vez que llorara mis lamentos y recordara tus besos. Cada día me preguntaría, entonces, porqué no elegí mi destino, porque no quise hacer lo que quería y no lo que debía: morir en tus brazos. Por qué dejé la selva y El Dorado por una sucia urbe de rancio abolengo. Por qué no quise beber más aquella agua fresca de manantial que brotaba de tus pechos. Que dejé la ciudad perdida que había por descubrir y hoy no hay camino de regreso. Que se ha perdido aquel rastro entre las tinieblas del tiempo y las palabras envueltas en cenizas que alejó el viento.


Gregorio S. Díaz "La ciudad perdida por descubrir"




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