Puede tener miles de adjetivos, y seguramente más certeros, pero aquella media vuelta al sol que nos permitimos fue intensa. El mundo todavía era el viejo mundo. Los días pasaban lentos, las horas no volaban, todo parecía como detenido en una calma arbitraria. Recuerdo que uno todavía tenía la capacidad de concentrarse en las letras de miles de canciones que, siendo suyas, hice mías, y que formaron la banda sonora de nuestro corto viaje por otoño, invierno y primavera. A cien kilómetros hora por curvas de montaña, pude escuchar cómo sus palabras se clavaban en mis entrañas. Sabía quién era, y también por qué lloraba. Conocía mis penas, y se atrevía a ponerles sosiego a través de verdes fijas miradas. Veía mi fragilidad y empuñaba su arma ante quienes querían verme hecho añicos de cristal. Luego, el almizcle que desprendía llenaba mi pituitaria y sus labios cantaban a los míos una copla de la anticuada España. Mis manos se derretían trazando el recorrido en el mapa de sus piernas blancas. El malva y el rosa, mezclado en su falda. Los susurros sensuales de quien se siente extasiada. El calor el sudor que todo lo empañaban. La felicidad de un amor con piezas interconectadas. Desnudos nos quedábamos pensando en la tumba, mirando a la luna y oyendo del fondo el agua. Buscábamos respuestas en épocas pasadas, volvía a la carga con su radiografía exacta de lo que era, lo que sentía y pensaba. Colmaba mi alma de sueños, posibles futuros e ideas varias. Y no había tiempo para más, pasaban ya las cinco de la madrugada. Pero ella, de nuevo, me besaba. Por otro rato más de piel con piel no iba a pasar nada. Siempre tuvo razón en lo que decía: el miedo me acobarda y paraliza. Tenía razón en lo que hacía: su beso, su palabra y su tacto a ninguna otra se compara.
Gregorio S. Díaz "Aquella media vuelta al sol"