Una niña vino a verme, en la noche iluminada por los hachos. En un susurro me contó, con arte, salero y gracia lo que jamás, nunca, hubiera imaginado, pero con lo que siempre he fantaseado. Dijo la niña, cogiéndome de la mano, siguiendo el paso lento de las andas plateadas, los chalecos amarillos y los fuegos estrellados, que en sus ojos esmeralda y tez morena llevaba grabado un trozo de mi alma. Que venía del mundo lejano de lo que nunca será ni podrá ser, donde el tiempo no existe y no pasa, donde se esconde lo que habita en nuestra propia mente. Dijo la niña que creció a la luz de la vela de los últimos sábados de abril, entre el fragor de las descargas y destellos, la música embriagadora y el olor a lluvia y primavera. Que su madre la mecía durante horas en aquellas noches en las que las calles olían a pólvora. Que yo mismo le enseñé los colores de unas túnicas turquesas, rojas y moradas con la que visten a la Señora que siempre llevamos a la espalda. Dijo la niña que la sostenía entre mis brazos mientras lloraba y la noche entera retumbaba con la última traca, que la consolaba con mi beso y mi palabra, que a su madre de pelo negro azabache y mirada también esmeralda le recorría una breve lágrima cuando con el resonar de los tambores a los dos nos abrazaba. Dijo la niña que se llevaba mi pañuelo blanco con mi fotografía grabada, no solo por la suerte sino para no olvidar aquella vida que de sus recuerdos ya se borraba. Dijo la niña, guapa, pequeña y seria que por qué a ella renunciaba, que por qué no deleité con más bailes, banderas y bandas de oro y sangre bordadas a su madre. Que ella guarda una instantánea de aquella única y casi última noche, en la que debió ser engendrada. La niña me soltó la mano y se fue haciendo etérea. El paso seguía su paso, los tambores tocaban el rápido, la nube de pólvora se iba haciendo más densa y a mí me engulló la niebla. Las campanas seguían sonando, ella seguía en la calle y yo en la tierra.
Gregorio S. Díaz "Dijo la niña"
