Lo recuerdo bien, aunque el sonido de su voz me parezca ya lejano. Lo recuerdo nítidamente. Dijo que nunca me olvidaría. Que prometía guardar con llave en un cajón oscuro de su corazón el juramento que prestamos con nuestras manos entrelazadas a las de dos niños que actuaron como testigos. Dijo que lo haría, así se cayera el cielo a pedazos, así tuviéramos que separarnos. Pero no fue solo aquella vez. Dijo que nunca me olvidaría, a pesar de mis palabras, mis gestos, mis idas y venidas. Dijo que nunca olvidaría cómo mis manos se deslizaban por su piel desnuda, cómo una brillante sonrisa se dibujaba en mi rostro. Aunque no sé por qué lo decía, si todo lo que le di, ahora, parece insuficiente, mil tonterías. Insisto, lo dijo. Dijo que nunca me olvidaría y creí, de forma sincera, que no mentía. Que, con el hocico arrugado y las pupilas movidas, lo que afirmaba era verdad y no pura fantasía. Pero hasta jurando mintió. Como si fuera ayer lo recuerdo, escribió que nunca me olvidaría. Que tendría siempre un hueco para llevar hasta mí sus pensamientos cuando, agotado el día, quedara un resquicio para dejar la mente vagar por tierras extrañas, por pasados pretéritos que una vez fueron presente y que hoy están a más de veinticinco años luz de nuestro tiempo. Que nunca me olvidaría, dijo, y como si fuera otro más de sus innumerables hechizos, la luz dorada rebotó contra mí, cargando con la maldición mi pecho. Yo también lo dije, nunca lo negaría, yo también juré. Pero no mentía.
Gregorio S. Díaz "Que nunca me olvidaría"